El peligro de la autocomplacencia ante la contaminación lumínica
Hace 25 años que salgo a observar el cielo nocturno, ya sea a simple vista, con un modesto telescopio Newton de 114 mm o -hace menos tiempo- con la práctica de la astrofotografía. Hasta hace no muchos años iba a un lugar a unos 6 kilómetros de mi pueblo hacia la Sierra, lo que era suficiente para gozar de unas buenas condiciones (salvo en dirección a Beas de Segura por su cercanía). Recuerdo una Vía Láctea espléndida hacia el Sur y distinguir sin problemas la galaxia de Andrómeda a simple vista y multitud de objetos de cielo profundo a través del pequeño telescopio sin necesidad de buscarlos a su paso por las regiones cenitales.
Hoy en ese mismo lugar la luz artificial sube desde casi todas las direcciones cardinales. Beas ilumina toda la zona norte-noroeste hasta casi el cenit; hacia el sur-suroeste el resplandor procedente de Villanueva, Villacarrillo, Úbeda, etc., hace difícil distinguir la región central de la Vía Láctea cuando comienza a declinar en agosto; observar por el telescopio las galaxias del Cúmulo de Virgo cuando pasan el meridiano hacia el oeste es difícil; incluso al noreste se nota la influencia de otros pueblos de la Sierra de Segura. No tengo mediciones desde entonces, pero puedo afirmar sin lugar a dudas que en este punto el porcentaje de cielo afectado de modo importante por la contaminación lumínica ha pasado de un 20-25% en esos años a más de un 70% ahora. Evidentemente ya no realizo observaciones allí. Ahora mis ubicaciones favoritas se encuentran a más de 60 km Sierra adentro, en Santiago-Pontones, en una de las pocas islas de oscuridad aceptable que quedan en la Península Ibérica. El cielo del que ahora puedo disfrutar a 6 kilómetros de Santiago de la Espada es desde luego mejor que el que disfrutaba hace 25 años cerca de Beas, aunque no había una diferencia abismal. Ahora sería como comparar un vino de cartón con un gran reserva.
Pues bien, según la clasificación que acaba de publicar la Junta de Andalucía (con vistas a la nueva normativa sobre contaminación lumínica) los dos cielos (el situado a 6 km de Beas y el ubicado en las cercanías del Almorchón) son “muy buenos”, pues considera que un brillo del cielo en el cenit de entre 21,1 y 21,4 magnitudes por segundo de arco al cuadrado merece esa clasificación. Así, según este criterio, cerca de la mitad del territorio de Andalucía tiene un cielo nocturno de una calidad “muy buena” o “excelente”. Y con esta conclusión ya podemos esperar que la futura normativa va estar más orientada a mantener nuestras supuestas excelentes condiciones que a mejorarlas, cuando la realidad que apreciamos más de un astrónomo amateur y más de una asociación en bien diferente. Y algo tendremos que decir los que llevamos décadas observando el cielo estrellado y teniendo que viajar cada vez más lejos a pesar de tener esos “excelentes” cielos. ¿Acaso es que somos de un paladar muy exigente? No. Simplemente clasificar de muy buenos o excelentes la mitad de los cielos de Andalucía es de una autocomplacencia muy osada, como si acaso hubiera servido de algo la derogada normativa anterior.
Desconozco la metodología usada para obtener ese mapa de calidad del cielo nocturno, por lo que no puedo entrar a discutirla en profundidad, pero desde luego sí me parece muy cuestionable la interpretación de los resultados. Parece que una parte importante del trabajo (por la explicación que ofrecen en el portal de la REDIAM) es la obtención de medidas del brillo del cielo en la región que hay sobre nuestras cabezas con dispositivos diseñados a tal efecto. Es una forma de tener una idea de su calidad, pero muy incompleta, pues si de verdad queremos saber el grado de afección del lugar no podemos obviar el resto de la bóveda celeste, en especial los primeros grados sobre el horizonte. Es decir, que en lugar de fijarnos en el mejor valor (el obtenido en la región cenital) deberíamos fijarnos más en el peor valor, pues será este el que más afecte a los seres vivos y a la definición del paisaje nocturno como tal. Porque no nos olvidemos que estamos tratando con un problema que afecta a los insectos, a las aves y en general a todos los ecosistemas al alterar las condiciones naturales de oscuridad de la noche. Las aves migratorias, nocturnas o los insectos se verán muy afectados y desorientados por ese resplandor proveniente de determinada ciudad que se ve sobre el horizonte. Así, aunque tengamos en la vertical una medida excepcional eso no quiere decir que se esté libre de la contaminación lumínica, y por eso es muy discutible hacer una clasificación basándose únicamente en medidas tomadas en el cenit y en noches despejadas, cuando en las noches nubladas es cuando más se manifiesta el efecto de la contaminación lumínica.
Pero en cualquier caso, y con estos resultados sobre la mesa, ¿en qué criterios se basa la escala de calidad? ¿En qué valores se traza la línea divisoria entre un buen cielo nocturno y otro no tan bueno? Aquí existe una carga muy importante de subjetividad que puede acabar condicionada tanto por las conclusiones que a priori se quieran mostrar como por la percepción de las personas que las establecen. Pero una cosa está clara: si somos autocomplacientes a la hora de definir la situación actual menos posibilidades habrá de mejorar, pues ¿para qué invertir esfuerzos en algo que se supone que ya es bueno?
En una conferencia celebrada el verano pasado en Santiago de la Espada, Salvador Bará habló del “síndrome de la referencia cambiante”. Básicamente se refiere a cambios graduales que se extienden por más de una generación, de modo que cada una asume como “normal” el estado de las cosas que conoce. Como ejemplo citó un concurso de pesca que se celebra todos los años en una ciudad estadounidense y expuso fotografías de los premiados separadas una década. Una cosa era muy llamativa: los ejemplares capturados eran cada vez peores, menos variados y de menor tamaño. Pero lo que no cambiaba en ningún caso era la expresión feliz y de satisfacción de los ganadores. La conclusión está clara: aunque la situación de los bancos de pesca hubiera empeorado notablemente de setenta años a esta parte, no existe clara conciencia de ello si no se ha vivido una situación diferente. Pues exactamente lo mismo ocurre con la oscuridad del cielo nocturno. Desde hace décadas, hemos perdido la referencia de lo que supone un cielo libre de contaminación lumínica, que debería ser la única referencia válida. Lo preocupante de esto es que al asumirse como normales situaciones cada vez sensiblemente peores, el desenlace inevitable es la pérdida total si no se actúa a tiempo por no tomar conciencia de ese progresivo deterioro. Y ahí es donde deberían actuar las administraciones, pues disponen de datos suficientes (o deberían disponer) para detectar estos procesos, alertar de ellos y tomar medidas para frenarlos y revertir la situación cuando sea posible. En casi todos los casos de deterioro por contaminación se puede volver a la situación original en un periodo de tiempo dependiente del agente contaminante y la capacidad de recuperación de los ecosistemas, y en el caso de la contaminación lumínica el retorno a una situación mejor es tan rápida como lo que se tarde en adaptar el alumbrado nocturno. Así que depende básicamente de la voluntad de hacerlo.
Un modo rápido de cambiar la situación es mediante el desarrollo y aplicación de una legislación eficaz y de las herramientas para garantizar su cumplimiento, lo que no es incompatible con la labor de concienciación que están haciendo desde décadas atrás las asociaciones y las instituciones científicas. Pero hay que admitir que en los temas medioambientales la concienciación (que es imprescindible) funciona más bien a largo plazo, y tal y como ha sido llevada a cabo principalmente, llega mayoritariamente a personas ya sensibilizadas o a las potencialmente receptivas a la sensibilización. Mientras que hay situaciones que -por el ritmo y grado de deterioro ambiental que suponen- requieren medidas urgentes a través del desarrollo normativo que corresponde a los poderes públicos. Y si estas normativas nacen llenas de ambigüedades, son poco claras, recogen más recomendaciones que disposiciones o dejan muchos cabos sueltos sujetos a desarrollos posteriores, o están plagadas de excepciones, al final se quedan en simples parches cosméticos. Y salvo alguna excepción eso es lo que ha ocurrido con la mayoría de normas u ordenanzas de protección del cielo nocturno. Por desgracia la anterior normativa andaluza no ha escapado a esta tendencia, pues sólo hay que ver que la situación no sólo no ha mejorado, sino que ha ido a peor, tras unos seis años en vigor. Era de esperar, al no establecerse objetivos a conseguir ni medios para llevarlos a cabo.
Al menos así lo he vivido en mi zona y creo que muchos compañeros coincidirán conmigo. Por eso cuando por un defecto en el trámite (a instancias de la Federación Andaluza de Municipios y Provincias, que llevó la norma a los tribunales) se derogó el Decreto 357/2010 de 3 de agosto, y se planteó la necesidad de desarrollar otra norma, dentro del colectivo astronómico cundió la ilusión por la perspectiva de que supusiera una mejora respecto a la anterior. De esta futura normativa sólo conocemos que tampoco ha establecido objetivos y que se basará en una clasificación que, por lo expuesto hasta ahora, considero demasiado optimista y que parece la antesala de un acuerdo de mínimos con la FAMP.
Por otro lado, en ciertos ámbitos relacionados con la preservación del cielo nocturno y la astronomía, se está escuchando desde hace relativamente poco tiempo el mantra de la “puesta en valor del recurso” como una forma de convencer de su necesidad. No es nuevo. Si los gurús de la economía neoliberal llevan tiempo intentando “poner en valor” (que equivale a encorsetar en términos monetarios) hasta a las personas y sus capacidades, cómo no iban a hacerlo con la Naturaleza. Pero mezclar los argumentos económicos con los medioambientales es peligroso, pues podría dar lugar a pensar que el cielo nocturno no vale nada por sí mismo, y sólo fuera deseable su protección si se puede traducir en una valoración económica. ¿Sería menos valioso el Museo del Prado si pasaran por caja menos visitantes? A nadie se le ocurriría valorar un bien cultural o artístico según el beneficio económico que genere (que si lo hay bienvenido sea) pues su valor seguirá siendo igual de incalculable si no es explotable económicamente. Del mismo modo que un bosque no “vale” la madera que produce ni lo que pagarían los senderistas por recorrerlo. El cielo estrellado merece ser preservado porque estamos vinculados a él igual que lo estamos a la Naturaleza de la que formamos parte. Y porque es bello. ¿Acaso hacen falta más argumentos que la belleza para justificar la conservación de un bosque, de una iglesia románica o de la posibilidad de observar el firmamento? ¿Desde cuándo estamos tan abducidos por el capitalismo decadente y la mercantilización de la vida para no ser capaces de reivindicar el derecho a emocionarnos por la belleza de un paisaje? Hemos llegado al punto en el que parece que si no hay un enfoque mercantilista nada tiene valor. Y en este error se está cayendo también con el cielo nocturno por parte de algunos en los sectores del astroturismo y las certificaciones.
La actividad turística vinculada a la observación del cielo nocturno apenas acaba de echar a andar en Andalucía. Sin duda es muy interesante en zonas que aún conservan un cielo relativamente oscuro, pues puede suponer un aliciente más para visitarlas y un acicate para que más gente preste atención a la necesidad de conservar un elemento tan importante de nuestro patrimonio natural. Por eso puede ser muy beneficiosa la labor de concienciación y divulgación que pueden realizar las empresas de astroturismo entre el público que no tiene contacto habitual con la Astronomía. Lo primero que tendrían que mostrar a su público es que el hecho de tener que viajar a más de 100 kilómetros de una capital para gozar de un cielo cuajado de estrellas no debería ser “lo normal”, y que todos deberíamos tener la posibilidad de disfrutar de esta experiencia de la Naturaleza cerca de nuestras ciudades o pueblos. Y lo más importante: que esto sería posible con la voluntad de nuestros representantes políticos, pues la iluminación nocturna de pueblos y ciudades se puede hacer de modo que no deje escapar luz fuera del lugar que se debe iluminar. Mientras que no exista una demanda ciudadana perceptible los responsables seguirán obviando este asunto, más si no hay una normativa clara y exigente y mecanismos y compromiso para hacerla cumplir. Por eso las actitudes autocomplacientes pueden ser muy perniciosas, pues si ponemos el listón tan bajo como para considerar “muy bueno” un cielo como el que describo al inicio de este artículo estamos normalizando una situación que dista de ser la deseable.
Pongamos como ejemplo una empresa que ofrece observaciones privadas en un Parque Natural, argumentando que “debido a la escasa densidad de población y a la naturaleza salvaje que lo rodea todo, la contaminación lumínica apenas existe en este paraje, brindando la posibilidad de disfrutar del espectáculo de la Vía Láctea, planetas y objetos del cielo profundo como nebulosas o galaxias.” Vale. Y aunque la afirmación de que apenas existe la contaminación lumínica en este paraje es muy discutible, es cierto que dentro de este espacio natural se encuentra uno de los mejores cielos de Andalucía. Pero me sorprendí cuando comprobé que el lugar preciso donde se realiza la actividad se encuentra a muy pocos kilómetros del núcleo más importante de la zona, en un lugar donde la calidad del cielo posiblemente será tirando a mala, aunque al que venga de una capital le parezca sublime. Y esto equivale a vender un aceite lampante como si fuera un virgen extra de recolección temprana, del mismo modo que decir que hay sitios en Andalucía donde no existe la contaminación lumínica es desgraciadamente mentira. No es incompatible hacer un buen “marketing” de un producto con ser fiel a la realidad, y dar preponderancia a lo primero a costa de la verdad no se puede considerar precisamente una buena práctica empresarial. No pasa nada por decir: “este no es un buen cielo; si queremos un buen cielo de verdad tendremos que adentrarnos 60 kilómetros en la Sierra, y esto sucede porque no se están haciendo las cosas bien en las ciudades. Y aún así, ese cielo hoy muy bueno puede perderse si seguimos haciendo las cosas mal.” Así se crea conciencia. Pero poco vamos a mejorar la situación si ahora cualquier lugar quiere promocionarse como “el mejor cielo”, cuando realmente está lejos de serlo. Y flaco favor se está haciendo a los lugares que realmente lo son y que se están esforzando en preservarlo. Volviendo a la analogía del aceite de oliva: no todo nuestro aceite es magnífico por el sólo hecho de producirse en Andalucía; es más, una buena parte del que sale de nuestras cooperativas sigue siendo mediocre. Pero reconocerlo no es ser pesimistas ni excesivamente críticos, es un paso imprescindible para mejorar. Etiquetar como virgen extra un aceite refinado es, aparte de un fraude, un grave perjuicio para los que de verdad se esfuerzan en obtener calidad. Y si esto se permitiera o la administración pusiera un listón muy bajo para esta denominación lo único que se conseguiría es desmotivar a los que trabajan por la mejora de la calidad.
Como ya he dicho, si la futura legislación sobre protección del cielo nocturno se basa en una clasificación con listones tan bajos es previsible que no destaque por su ambición, sino más bien se quede en un acuerdo de mínimos. Así no sería de extrañar en el futuro asistir a la certificación de media Andalucía con una figura equivalente a las reservas o destinos turísticos Starlight por alguna entidad que tomará como base la clasificación en calidades del cielo nocturno realizada por la Junta de Andalucía. Si esto no va precedido de unos claros compromisos ineludibles de mejora del alumbrado público de las ciudades para eliminar la emisión directa o dispersión de luz fuera de ellas, va a suponer al final un premio a las malas prácticas, y puede que ni siquiera logre que la situación no empeore. Mientras tanto las zonas (contadas con los dedos de una mano) que verdaderamente tienen un cielo nocturno muy bueno, y que ya han iniciado medidas para su protección, no se sentirán muy motivadas cuando se vean puestas al mismo nivel que otro lugar con una calidad bastante peor. Algo no se mejora poniéndole una etiqueta, sino trabajando para que llegue a unos niveles de calidad que lo haga verdaderamente merecedor de esa certificación. Lo triste sería asistir al mercadeo de estudios técnicos y certificaciones que acaban abarcando sitios que no la merecen en perjuicio de los lugares que deberían servir de referencia y ejemplo de buenas prácticas. Esa es la triste realidad por ejemplo en el mundo de las certificaciones “ecológicas”.
En una ocasión me vinieron a decir que con actitudes tan críticas (o algunos dirían radicales) es difícil “vender la moto”, que funciona mejor un argumentario más “light” -sobre todo si va cubierto con el barniz de la eficiencia y el ahorro- para llegar a convencer a los responsables políticos. No estoy de acuerdo. Así llevamos décadas sin apenas avanzar, ni en la disminución de la contaminación lumínica ni en otros aspectos medioambientales. Desde 1992, cuando se celebró la Cumbre de Río, se consolidó el concepto de “desarrollo sostenible” como una especie de Bálsamo de Fierabrás capaz de reconciliar cosas tan distantes como la Ecología y la Economía, agrupando en flagrante oxímoron algo tan opuesto como el crecimiento continuado del PIB y la sostenibilidad. Los resultados ya los vemos. Desde entonces la situación medioambiental no sólo no ha mejorado, sin cumplirse los acuerdos mínimos, sino que ha empeorado sobrepasando los escenarios más pesimistas. Para eso ha servido la edulcoración con el epíteto “sostenible” de todo lo imaginable, incluso la minería a cielo abierto. Así que a estas alturas no queda otro remedio que ser radicales al tratar todo lo que tenga que ver con la Vida y la conservación de la Naturaleza. Y la problemática de la contaminación lumínica o se afronta desde la raíz (eso es lo que significa ser radical) o es una batalla perdida. Lo triste sería que desde la misma comunidad astronómica haya empresas o entidades que renuncien a ello. A estas alturas no nos podemos permitir ser autocomplacientes.